"El
vino es el amigo del sabio y el enemigo del borracho. Es amargo y útil como el
consejo del filósofo, está permitido a la gente y prohibido a los imbéciles.
Empuja al estúpido hacia las tinieblas y guía al sabio hacia Dios". (Avicena).
La
trilogía que conforman el pan, el aceite y el vino, a mi humilde entender este último
es el más importante de los tres. Su grandeza radica en lo que encierra su
cultura, en su simbología, en su identidad territorial y social, en el factor
subjetivo de su degustación, donde las apreciaciones son en todo caso muy
personales, en su amplísima historia, en su reputación de bebida culta y sana,
en su relación y combinación con los alimentos. En definitiva, el vino, va
mucho más allá de lo que podemos percibir a través de nuestros sentidos, siendo
necesario para su total disfrute que intervenga nuestra inteligencia,
sentimientos y emociones.
Dionisio y satiro.
El
termino vino tiene su origen en la voz caucásica “voino”, que significa, bebida
intoxicante de uvas. La palabra se extendió, y paso a ser “oinos” y “woinos”
para los griegos y “vinum” para los romanos.
El
vino tiene una larga historia, es una de las primeras creaciones de la
humanidad y ha ocupado un lugar privilegiado en numerosas civilizaciones. Es
posible que se produjeran fermentaciones espontáneas en todas partes donde
hubiese uvas en estado silvestre. La uva, por su riqueza en azucares, es el
único fruto con una tendencia natural a fermentar. No obstante, supuso un paso
importante el comenzar a cultivar la vid. Sabemos, en base a conocimientos
arqueológicos, que el vino fue conocido por todos los pueblos antiguos, desde
la India hasta las Galias. Así desde la encrucijada que forman actualmente las
fronteras de Turquía, Irán y Armenia, donde el relieve y el clima son
especialmente favorables para el cultivo de la vid, ésta viajó expandiéndose
hacia el Oeste. Son los mercaderes fenicios y griegos los que la llevan a cabo,
por medio del comercio marítimo en el Mediterráneo. Para los fenicios tuvo gran
importancia económica, en su comercio ocupó un lugar preferente y estuvo
siempre ligado a los intereses del templo y de palacio.
Comerciantes fenicios y griegos.
En
este periplo por el Mediterráneo, es sin duda en Grecia y Roma donde el vino
adquiere su verdadera dimensión. En Grecia, cuando Atenas era centro de la
sociedad más cultivada y creativa que el mundo había conocido, el historiador
Tucidides, nos decía que los pueblos logran su salida de la barbarie con el
cultivo del olivo y de la vid.
El
consumo de vino estaba asociado a las fiestas y acontecimientos importantes y
con un matiz claramente religioso. Debía de beberse en un marco adecuado y en
los banquetes se reservaba su ingesta para después de los mismos, en el llamado
“simposium”. Los elegidos para participar en el mismo se reunían en torno a la
crátera, vasija grande y ancha donde se mezclaba el agua con vino, pues para
los griegos tomarlo en estado puro sin diluir estaba reservado a los bárbaros.
Esta mezcla no solo dotaba al acto de un carácter civilizador, sino que
garantizaba una mayor duración del mismo. Las proporciones variaban según el
momento y la importancia del bebedor. Se comenzaba con las libaciones, acción
que consistía en derramar vino en honor de Dionisio, se bebía una pequeña
cantidad de vino puro y el resto se rociaba invocando el nombre del dios. Posteriormente
se designaba al simposiarca cuya misión principal era fijar las proporciones de
la mezcla y establecer la cantidad de copas que debía de vaciar cada
participante de la crátera. Se bebía a la salud de los asistentes, costumbre
que aun conservamos. El que desobedecía al simposiarca, cumplía una especie de
castigo impuesto por éste, por ejemplo, bailar desnudo o dar tres vueltas a la
habitación llevando en brazos a la tocadora de oboe, cuya presencia era
obligada.
Dionisio
ocupaba un lugar preferente en el olimpo griego, no solo era considerado dios
del vino, sino creador de la civilización, además del dios de la agricultura y
el teatro. En su honor se celebraban las Grandes Dionisias, unas de las más
significativas fiestas que se realizaban en el mundo griego. Su duración era de
varios días, la imagen del dios era procesionada hasta un templo cercano a la
Academia, y luego devuelta al teatro. Al frente del desfile iban los
sacerdotes, los magistrados y los coregos, los ciudadanos que financiaban las
obras de teatro, que se celebrarían durante esos días. Detrás de todos estos
formaban los efebos, jóvenes armados que constituían la guardia de la estatua.
Todos los seguidores iban coronados de pámpanos y muchos de ellos acarreaban
crateras de vino. A continuación de los iniciados y de la imagen del dios
marchaban doncellas que llevaban canastas con frutas y culebras atadas a las
que le seguían hombres disfrazados de sátiros, divinidad campestre y lasciva
con figura de hombre barbado, patas y orejas cabrunas y cola de caballo o de
chivo. Los silenos, dios menor de la embriaguez, el padre adoptivo, preceptor y
leal compañero de Dionisio, al tiempo que era descrito como el más viejo, sabio
y borracho de sus seguidores, y Pan, el dios de los pastores y rebaños.
Posteriormente, a los citados se les unieron unos sacerdotes denominados
falóforos, los cuales portaban un gran falo y entonaban las llamadas estrofas
fálicas y los italoforos, que vestidos de mujer, de blanco, simulaban el andar
de los borrachos.
Fiesta Dionisiaca
El
segundo día de fiestas tenían lugar las representaciones teatrales, por la
mañana una tetralogía y por la tarde una comedia. Podemos afirmar pues que a
esta tradición griega, cuyo origen es el vino, debemos el nacimiento del teatro
y de las fiestas conocidas por carnaval, de hecho Heródoto menciona a Dionisio
como dios de las máscaras.
Tal
vez Sócrates, el más ilustre y sabio de todos los filósofos griegos expresó de
una manera acertada lo que estos pensaban del vino: “Hidrata y suaviza el
espíritu, adormece las preocupaciones de la mente, a la que da un respiro.
Revive nuestra alegría como el aceite llama moribunda de la vida. Si bebemos
con moderación, a pequeños sorbos, el vino se destila en nuestros pulmones como
el más dulce de los rocíos de la mañana. De este modo, el vino no nubla nuestra
razón, sino que nos invita a un regocijo agradable”.
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