VINO PARA PENSAR.

 “El vino puede convertirse en defensa de la verdad y ésta en apología del vino”. (Søren Aabye Kierkegaard).

Después del agua, el vino ha sido desde los comienzos de la civilización la bebida preferida de la humanidad. Esa sed de vino se refleja en los documentos más antiguos de la civilización.

Los filósofos, poetas y héroes siempre parecen estar dispuestos a tomar ese néctar divino para pensar con mayor lucidez, para poetizar con mayor ahínco o para luchar con más brío. Tomado con moderación, el vino puede ser un estimulante que permite liberar el peso de nuestro yo y dejar paso a la fantasía. Cabría afirmar, por tanto, que el vino ayuda tanto a dialogar como a pensar, pues puede favorecer que miremos las cosas desde perspectivas diferentes a las habituales, con un punto de ironía crítica. Por eso, se podría decir que es una bebida filosófica que potencia el pensamiento. Los grandes filósofos han sabido captar su época en pensamientos y muchos de ellos se han ayudado de alguna que otra copa de vino. El uso moderado del vino hace aflorar los secretos más íntimos, se toma para olvidar el abismo que conduce a ideas escépticas. El vino favorece las condiciones que deben darse para valorar con objetividad una obra de arte; esas condiciones son: la delicadeza, una capacidad afinada para captar las cosas mejor de lo que lo hacemos habitualmente; la experiencia; el saber comparar, o el juzgar sin prejuicios.

Es verdad que algunos filósofos se han quejado de que el exceso de vino no sólo nos hace pensar, sino que también nos hace pensar auténticos disparates o hacer locuras. El comportamiento de los individuos que han bebido demasiado es similar al de los locos: a unos les da por irritarse, a otros por amar, a otros por reír. Los efectos del exceso del vino hacen que las deformidades de las pasiones se encuentren al desnudo. La relación entre el vino y la filosofía es, como puede observarse, inmensa. 

El conocimiento del vino es una ciencia que requiere de la misma sutileza que la filosofía. Tanto en una como en otra disciplina hay que buscar las esencias a través de la percepción de lo sensible. La filosofía intenta ir más allá de la apariencia y en la degustación de un vino el catador hace un esfuerzo para captar los elementos ocultos y diferenciales del sabor, lo que tiene mucho que ver con las facultades del entendimiento. El vino es como la metafísica: un intento de elevarse a las más altas moradas de la abstracción para buscar la verdad. Esa búsqueda es absolutamente personal, es incluso inefable, como sucede con el quehacer filosófico. En una y otra materia, las posibilidades de variación son infinitas: hay tanta asimetría entre los diferentes vinos y catadores que los resultados de las percepciones pueden resultar ilimitadas.

El vino, al igual que nosotros, tampoco puede entenderse al margen del mundo que le da cobijo: la tierra, el clima, la altitud, el cuidado del viñedo, el proceso de elaboración… Y sin embargo, ni al enólogo más experto puede revelársele con toda claridad el porqué de la diferencia de añadas que son resultado de circunstancias similares, ni la causa por la que botellas de una misma cosecha puedan tener tan distintos acentos y matices. 

Como nosotros, el vino es “lo que ha sido”, pero un “sido” al que también envuelve un velo de ignorancia y opacidad. Nuestro saber se sedimenta sobre el enigma, sobre un fondo de misterio. La razón contiene posos que, como los del vino, dan cuenta de un origen antiguo. Un origen, también como el del vino, que apunta al universo del mito, “aquello que guarda la verdadera sustancia de la vida de una cultura”.

Defender el vino y la filosofía es defender parte del patrimonio de la humanidad. Y es que la filosofía y el vino representan enclaves de resistencia frente a un mundo cada vez más homogeneizado. La filosofía, porque se opone a una cultura de consumo que favorece el no reflexionar; porque potencia que los individuos se atrevan a pensar por sí mismos. Y el vino porque se encuentra enraizado a un lugar y a una cultura determinada, porque es todo lo contrario a la uniformización y la globalización, ese espacio que todo lo iguala. Como se decía al principio de estas páginas, el vino es una bebida filosófica, porque ayuda a pensar. Al mismo tiempo, la filosofía tiene algo de dionisiaco, de embriaguez, pues nos permite realizar una mirada distinta sobre el mundo y, con ello, cuestionar lo que se presenta como falsa armonía. Y, en este sentido, el vino puede convertirse en defensa de la verdad y ésta en apología del vino.

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